Nace nuestr@ hij@ y, por la razón que sea hemos decidido quedarnos una buena temporada con nuestro bebé en casa, felices de poderlo hacer y convencidas además de que es la mejor opción para él o ella.

En un principio pensamos que el costo sólo será el económico o laboral, pero a medida que pasan los meses y nuestro bebé va creciendo empezamos a notar la verdadera renuncia de las mamás que nos quedamos en casa: la pérdida de nuestra identidad personal. Pasan los meses y nos rodeamos del mundo infantil y sus maravillas, entrando al mismo tiempo en una suerte de invisibilidad, de anonimato.

Para comenzar ya no tenemos nombre; dejamos de ser María, Montse, Judith, Ana, y pasamos a ser la mamá de Andrés, la mamá de Mireia, la mamá de Nico. Es nuestra existencia en función de otro; y nosotras mismas, quizás sin darnos cuenta, asumimos ese título sin pena ni gloria y no nos molestamos en preguntarles a las otras “mamás de” por sus nombres, sino que nos relacionamos desde ese mismo anonimato.

Nos quedamos en casa y nos damos cuenta de que nunca, literalmente, nunca volvemos a estar solas, a menos que se haga una planificación especial para que la mamá pueda ir a la pelu o a hacerse un masaje. Siempre estamos con el niñ@, y cuando ést@ duerme y tenemos la última hora del día para cenar y alguna cosita más -porque en el fondo estamos deseosas de ir a la cama-, estamos con nuestra pareja que puede que nos cuente algo que nos suena súper lejano y ajeno: como ha sido su día laboral, mientras nosotras estábamos en casa haciendo comida, lavadoras, recogiendo por octava vez los juguetes del medio del salón para evitar el típico “resbalón y caída”, cambiando pañales, yendo al parque, en fin… No nos confundamos, ésta no es una especie de reivindicación feminista de la inequidad entre hombres y mujeres, no. Felizmente elegimos la situación en la que estamos, sólo que nos habría gustado que alguien nos contara de qué iba un poco la cosa, muy probablemente habríamos tomado la misma decisión, pero bien que nos habría gustado ahorrarnos la sorpresa y el desencanto.

Y es que hay días en que nos pasamos la vida con choques emocionales constantes: entre la maravilla de lo infantil y el fastidio de la rutina, entre la complicidad mutua y el agotamiento por los despertares nocturnos, entre el indescriptible placer de los mimos y caricias y el deseo de poder, al menos, ir al baño sola, con la puerta cerrada y sin tener que estar sosteniendo un juguetito y cantando canciones.

Estamos felices de poder criar a nuestras criaturas pero no podemos evitar fantasear con aquellos momentos en que el tiempo era ilimitado y éramos dueñas y señoras de él. Vemos desde el parque a las mujeres que pasan arregladas por la calle y nos damos cuenta de que nuestra indumentaria últimamente consiste en dos o tres tejanos, cinco camisetas y los zapatos más cómodos (de esos fáciles de quitar y poner para poder ir a las actividades infantiles en las que te hacen descalzar), y es que ¿para qué voy a ponerme otra cosa si estoy casi todo el tiempo en el parque o tirada en el suelo jugando con mi hij@? Hay que ser prácticos, ¿no?

Sabemos que en el fondo, si elevamos la mirada más allá, éste es un período de tiempo muy corto, cortísimo; que de aquí a tres días mi criatura habrá crecido y estará haciendo otras cosas y entonces, ¡uy, cuanto echaré de menos todos estos momentos! Sin embargo hay días en que, ganadas por el cansancio y el tedio, por la añoranza de una vida en la que teníamos un nombre propio y vestíamos como nos daba la gana, no podemos evitar desear que todo esto pase ya. Yo, debo confesar, odio cuando me invaden esos deseos que siento me alejan del maravilloso momento en el que se encuentra mi hijo hoy, pero procuro no culparme por ello, porque, de vez en cuando, la exigencia emocional me desborda y debo permitirme sentirme desbordada.

Evidentemente, si la crianza tuviera un lugar, si su importancia fuera visible a nivel social, cultural, e incluso político, si contáramos con redes de apoyo y no nos perdiéramos en la soledad de las ciudades individualistas, si al menos tuviéramos a mano a alguien que nos cogiera al nene 10 minutitos para tener un respiro, la cosa, seguramente, sería más llevadera.

Lo que más me sorprende de nuestro “invisible anonimato” es que no hablamos de esto. Es un anonimato invisible y mudo. Creo que nunca le he contado a ninguna otra “mamá de” todo lo que he escrito hoy, o sí pero en un código encriptadísimo cuando alguna otra mamá me ha preguntado cómo estaba y yo le respondía que llevamos unas semanas durmiendo fatal porque “es que le están saliendo las muelas”. Probablemente la otra madre sabe lo que es ese padecer, y puede entenderlo, pero creo que es vital que nos vayamos sincerando con nosotras mismas, que asumamos que como madres tenemos muchos sentimientos encontrados que son normales y que mientras más nos permitamos hablar de ellos, compartirlos con otras madres, más liberadas estaremos. A fin de cuentas, el apoyo ha de comenzar entre nosotras; ganaremos nombre, visibilidad y voz. Será una ganancia para nosotras y para nuestros hijos, de eso estoy segura. Es vital hacer tribu, la tribu nos da compañía, risas, tranquilidad, ayuda, pero sobretodo, nos da salud mental, de eso no hay duda.

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Psicóloga Perinatal, con formación en psicología clínica y terapia de pareja y familia, especializada en maternidad, paternidad y crianza, y orientada desde la crianza respetuosa y el ecofeminismo.

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