Últimamente, en mi consulta, ha aumentado el número de madres que se quejan por sentirse desbordadas, por sentir que no llegan a todo tal y como les gustaría, y que a raíz de ello se sienten agobiadas y agotadas, a partes iguales. Son mujeres que coleccionan autoreproches y culpa: por no pasar suficiente tiempo, y de calidad, con los hijos/as, por ponerles frente a una pantalla más tiempo del que consideran conveniente, por estar irritables o de mal humor, por no tener energía, ganas o ilusión para compartir con la pareja, por no estar lo suficientemente pendientes de sus padres, por no obtener de las tareas del trabajo resultados “excelentes”, por no tener tiempo para ir a hacer un café con aquella amiga que lleva reclamándoselo desde hace cuatro meses, por no hacer ejercicio físico dos veces por semana, por postergar constantemente esa visita médica que tiene pendiente… y la lista puede ser interminable.

Estas madres no son mujeres que sufran de ningún trastorno psicopatológico, no. Son -somos- las madres de hoy; madres sobrecargadas y perseguidas, principalmente, por nosotras mismas.

A menudo me pregunto en qué momento nos hemos dejado entrampar así[1]. Cómo se torció el mensaje y aquello que pareció una apertura hacia la “igualdad”, como poder estudiar lo que quisieras, poder trabajar donde quisieras, compartir “a partes iguales” la vida privada con la pública (cuestiones que si las analizamos en detalle están muy lejos de la equidad), se ha convertido en una soga al cuello que nos aprieta progresivamente hasta la asfixia.

No quiero hacer apología de otras épocas, no voy a caer en ingenuidades tipo “cualquier tiempo pasado fue mejor”. Nuestras abuelas y madres, en su mayoría, tragaron, o aún tragan, lo suyo. Las primeras asumiendo la carga completa del hogar y la crianza y teniendo que “servir” al marido, aguantando y aguantándolo porque era lo que tocaba. Nuestras madres corrieron “mejor suerte” y pudieron salir del yugo exclusivo del hogar, consiguiendo trabajos remunerados fuera de casa y asumiendo, casi de manera absoluta, una doble jornada laboral: la pública y la de los quehaceres del hogar y la crianza. Algunas delegaron el cuidado de los hijos/as en otras mujeres para tener “éxito laboral”, separándose así del cuidado de sus criaturas, a veces incluso en contra de su deseo. No, esos caminos tampoco han sido fáciles ni felices, pero ¿y el nuestro?

Tenemos la libertad, o al menos eso creemos, para hacer lo que queramos (evidentemente, esta generalización solo incluye al grupo de las mujeres blancas de clase media, o alta, y con ciertos privilegios; realidad que no es la de la mayoría de las mujeres del mundo[2]). Actualmente en todas las carreras universitarias hay un número representativo de estudiantes femeninas y, en teoría, la diferencia de género ya no nos perjudica a la hora de ser contratadas, o igual de remuneradas, en cualquier puesto de trabajo (sabemos que esto tampoco es tan así, pero bueno). Por otro lado, tenemos libertad sexual, podemos decidir si tener hijos/as, cuándo tenerlos y con quien, y los avances en la reproducción asistida están permitiendo postergar esa decisión, ganando así más tiempo en el “reloj biológico”.

Supuestamente somos la generación de mujeres que más realizadas hemos llegado a la maternidad. Su postergación, nos ha permitido gozar de un recorrido individual en el que nos hemos nutrido de diversas maneras. El problema radica, quizás, en que el mandato parece ser mantenernos en la misma senda, como si la maternidad no fuera un evento lo suficientemente trascendente en sí mismo en el que, además, necesitamos un tiempo para ajustarnos y encontrarnos. Parece que nos cuesta permitirnos parar, tener otros ritmos, aceptar que, muchas veces, los tiempos no serán los marcados por nosotras sino por las necesidades de un otro dependiente, visualizar y valorar una “productividad” diferente que no se basa en un resultado tangible sino, más bien, en un tejido cuyos hilos no siempre son visibles.

Y así vamos, agobiadas, extenuadas y sobrecargadas, sobrepasadas, con la sensación de que tenemos entre manos mucho más de lo que podemos manejar. Es cierto que la falta de tribu juega un peso importante en todo esto, ya que coloca casi la totalidad del peso de la crianza sobre la pareja de pa/madres, pero, al mismo tiempo, luchamos por alcanzar ideales, ¿inalcanzables? Criticamos las maternidades de Instagram, pero no dejamos de mirarlas y de compararnos con ellas. Y cualquier decisión de crianza pasa a ser una evaluación directa de nuestras capacidades como madres: dar el pecho o no, colecho o habitación propia, BLW o papillas, movimiento libre, pretender ser la madre zen que vemos en el parque y que maneja tan bien las rabietas de su pequeña, educación viva/waldorf/pickler/Montessori y todo lo que conlleva, ser una madre consciente/presente/controlada/disponible y amorosa siempre y, al mismo tiempo, seguir rindiendo en todo lo demás. ¿De verdad? ¿Es esto sostenible con nosotras mismas? ¿A qué precio?

Evidentemente no estoy haciendo un llamado a la mediocridad, ni al conformismo. Si hay cuestiones en las que sentimos que debemos mejorar, es importante hacer un esfuerzo por conseguirlo. Lo que pasa es que me temo que esas cuestiones son más de fondo, tienen más que ver con nuestra propia historia, con nuestro fuero interno, y no con los modelos de crianza que asumimos y sus diversos “accesorios”. Y dentro de esto que sí debemos mejorar, paradójicamente, está revisar esa concepción de “excelencia”.

¡Cuánto pagamos por ser mujeres excelentes…! Y, luego, ¿realmente lo conseguimos? ¿O acaso no acaban nuestros/as hijos/as pagando el precio de nuestras frustraciones? Lo que pretendo con estos apuntes es hacer una invitación a la sensatez, a una autoobservación compasiva y amorosa, a no dejarnos engullir por los criterios de éxito que nos marca el afuera, sino a buscar los propios, aquellos que me sirvan a mi teniendo en cuentas mis circunstancias y las necesidades de mis criaturas.

Para conseguirlo, una clave importante es dejar pensar en el “debería de” y empezar a tener en cuenta mi propio deseo. Mientras siga mirando al afuera, queriendo cumplir con las expectativas de otros, nunca alcanzaré el equilibrio necesario para maternar teniéndome también en cuenta a mí misma.

[1] Freixas, L. (2019). A mí no me iba a pasar. Editorial: Ediciones B.

[2] https://www.pikaramagazine.com/2013/10/es-compatible-ser-feminista-y-tener-empleada-domestica/

Psicóloga Perinatal, con formación en psicología clínica y terapia de pareja y familia, especializada en maternidad, paternidad y crianza, y orientada desde la crianza respetuosa y el ecofeminismo.

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