Todas las que lean esto y sean madres, supongo, estarán de acuerdo con la siguiente afirmación: la maternidad nos confronta con un sinfín de conflictos que nos interpelan y transforman como mujeres.

Ahora, es posible que no todas, pero sí muchas, coincidan con que: mucho de ello nos encuentra desprevenidas; ¡no nos lo podíamos ni imaginar!

Hablando en plata, la mayor parte de los problemas que la maternidad conlleva nos pillan en bragas, principalmente porque sigue existiendo una visión ingenua o muy idealizada de la maternidad[1], acompañado ello de una escasa conciencia sobre los cambios psíquicos que empiezan a darse ya desde el embarazo, y que se incrementan sustancialmente durante el posparto y la primera crianza -pudiendo darse serias crisis en función de nuestra situación, relación de pareja, y de cuál haya sido nuestra historia de vida.

En este sentido, una de las cuestiones delicadas y decisivas es la relación que cada una tiene con la propia madre. Cada fase de la maternidad -embarazo, parto, posparto, lactancia y crianza- se ve condicionada por las experiencias de nuestra infancia y crianza, por cómo fuimos amadas, cuidadas y educadas como niñas, y por la imagen que nuestra madre nos transmitió tanto de ella, de su propia historia, como de nosotras mismas.

¿Cómo ocurre este proceso?

“Creo que el embarazo despierta fantasmas de la infancia, los desempolva y los deja ahí, convidados de piedra en un gran salón vacío que quisieras llenar de otras cosas”.[2]

Todas las personas llevamos a cuestas marcas del pasado, conflictos no resueltos de nuestra infancia o adolescencia que reposan adormecidos en algún lugar de la memoria. Cuando las mujeres se embarazan, como parte del proceso psíquico del mismo, estos recuerdos empiezan a despertar y a lo largo de la gestación van aflorando a la consciencia, brindado una oportunidad para contactar con aquello que en algún momento pudo representar un sufrimiento, o un trauma aún no resuelto. Digamos que estas crisis psíquicas, anímicas, son una oportunidad también, una encrucijada personal que podemos -y necesitamos-, aprovechar para resolver determinados conflictos y empezar con nuestro bebé una relación libre de ciertos condicionantes y lastres, o al menos aliviada de ciertas cargas. De esta manera, la psique durante el embarazo, e incluso después, se convierte en un lugar de trabajo en el que se proyecta el futuro y se revive nuestro pasado, formando ello parte de los elementos de construcción de nuestra identidad materna.

A partir del segundo trimestre de gestación, las mujeres comienzan a revivir y reelaborar ciertos recuerdos de su propia infancia y de su relación con sus madres. El embarazo permite re-experimentar algunas vivencias tempranas, llegando incluso, en algunos casos, a volver a sentir la vulnerabilidad infantil. Esto sucede debido a que al percibir los movimientos del bebé y empezar a sentirlo como un ser diferenciado, con voluntad propia, la mujer proyecta sobre él/ella su experiencia, su mundo infantil, rememorando algunos elementos de la relación madre-hija. A partir de esta identificación inconsciente con el bebé que se desarrolla en el vientre, se genera una simbiosis emocional que puede reactivar sentimientos tempranos de ambivalencia hacia la propia madre.

Se trata de un proceso muy intenso en el que la mujer tiene la posibilidad o bien de reconciliarse con algunos aspectos de la madre, o, por el contrario, de enfrentarse al dolor de antiguas heridas ignoradas, o que creía sanadas, o a traumas infantiles ahora desconocidos o supuestamente superados. Todo esto ligado al deseo de proteger al futuro hijo/a de la posibilidad de que sufra lo mismo que una sufrió, o de que carezca de lo que a una le faltó.

Sea como fuera la relación madre-hija, inevitablemente siempre comienza a darse en algún momento un cuestionamiento sobre cómo fue nuestra crianza y el maternaje de la propia mamá, cuestionamiento que va incrementándose a medida que el embarazo avanza y que aumenta más aún durante el posparto. Estas objeciones (que muchas veces sólo han sido pronunciadas para una misma) tienen el potencial de generar un mayor o menor dolor, o resentimiento, en la medida en que las opciones de maternaje y crianza de la madre-abuela, y de la hija-recién-madre, estén más opuestas o alejadas entre sí. En este sentido, suelo escuchar en mi consulta reflexiones del tipo: “ahora que soy madre la entiendo menos”, o “ahora que tengo un bebé, no sé cómo pudo hacer -o no hacer- x” o “teniendo un contacto estrecho con mi bebé me doy cuenta que tocar a mi madre me incomoda”.

Basada en la temprana relación madre-hija vivida en su momento, la mujer escoge si se identifica con la madre introyectada o si rivaliza con ella para convertirse en una mejor madre de la que se tuvo. En términos psicológicos hablamos de una experiencia tri-generacional. De esta manera, el modo de relación que cada mujer haya tenido con su propia madre influirá en el modo en el que se vincule con sus propios hijos/as -bien sea por identificación o por oposición-, ya que la identidad adquirida está condicionada por la relación materna primaria (determinada, incluso, cuanto más inconsciente ésta sea).

Si la mujer embarazada o puérpera ha tenido una experiencia adecuada con su propia madre, podrá identificarse con una “madre suficientemente buena”[3] y, por tanto, este proceso se dará de manera más o menos tranquilo, reconciliándose con algunos aspectos de la madre, colocándose en su lugar, siendo empática con algunas de sus decisiones, y acudiendo a ella como un referente válido en el proceso de crianza y maternaje.

Lo difícil radica en aquellos casos en que las mujeres sienten que la relación con su madre no ha sido buena, que no fueron maternadas como ellas sienten que lo necesitaban, que sus madres están en un lugar de rivalidad con las hijas, o que son invasivas, poco contenedoras, o poco respetuosas, que viven a sus hijas como una extensión de ellas mismas y no las perciben como mujeres adultas capaces de tomar decisiones diferentes, independientes, o, en los casos más extremos, aquellas mujeres que sienten que tienen una madre tóxica. ¿Cómo maternar llevando esta “herencia”?

Maternar cuando la propia madre no ha sido un buen espejo.

Como todas las relaciones humanas, el vínculo madre-hija está atravesado por una mezcla de sentimientos complejos, pero en este caso los orígenes de la relación son mucho más profundos y estructurales, ya que se remontan al inicio mismo de la vida en el vientre materno. Frases de la madre-abuela como “me destrozaste al nacer”, “olías muy bien”, “fue terrible”, “nunca volví a recuperar mi figura”, “tu parto fue más fácil que el de tu hermano”, “me encantó amamantar”, “fue un infierno amamantar”, “me destrozaste los pechos”, “quería que el tiempo se detuviera”, “sólo deseaba que crecieras rápido”, “el embarazo es un período hermoso”, “nunca más”… comienzan a determinar el tipo de relación que se tiene con la propia madre y la percepción de cómo fuimos maternadas.

Todas las mujeres embarazadas o puérperas necesitan buscar referentes femeninos nutritivos y contenedores, imágenes de “mujeres sabias” que ya hayan pasado por este proceso y que sirvan como ejemplo, acompañantes o iniciadoras. A menudo, cuando la madre-abuela no puede cumplir esta función las mujeres buscan referentes que le sean válidos para identificarse, o en palabras de Nuria Labari[4]: “ser madre es imitar a otras mujeres”. Algunas veces, cuando no se cuenta con madres recientes en el entorno más cercano, esta expectativa recae sobre los/as profesionales de salud quienes, si hacen bien su trabajo, podrían acabar actuando como figuras maternas que proveen algo del cuidado maternal que muchas embarazadas anhelan.

Aún así, la herida que se tiene con la propia madre lucha por hacerse visible buscando la oportunidad de ser atendida y sanada. En este sentido, los sentimientos de ambivalencia no resueltos hacia la madre pueden hacer que surjan sentimientos negativos hacia una misma, hacia el bebé por nacer, o inseguridad sobre la capacidad de maternar.

Y como si todo esto no fuera lo suficientemente difícil y complicado, las mujeres que sienten que no han tenido una buena madre tampoco perciben que sean libres de explicarlo. A nivel social hay un gran tabú respecto a la posibilidad de poder expresar sus vivencias. No está bien visto criticar a los padres; ¡y sobre todo a las madres! a quienes “les debemos la vida” y, por consiguiente, una gratitud ad aeternum -independientemente de cómo nos hayan hecho sentir y de cómo nos hayan cuidado a lo largo de esa vida, con lo cual es difícil encontrar espacios en los que se puedan desahogar y reciban comprensión y validación.

Lo cierto es que muchas personas han crecido junto a madres o padres egoístas, narcisistas, desconsiderados/as, inmaduros/as, negligentes, ausentes, chantajistas, controladores/as, invasivos/as, irrespetuosos/as, violentos/as o emocionalmente no disponibles. Y cuando, como en el caso de las mujeres, hay un embarazo de por medio o se está en pleno posparto, se tiene la necesidad de trabajarlo de alguna manera para poder elaborarlo y trascenderlo, y, sobre todo, para que el lastre de la herencia emocional que se lleva a cuestas, consecuencia de esa experiencia, no se convierta también en un sufrimiento, en una carga, para su propia descendencia.

En este sentido, no basta con poner distancia física de la progenitora (en los casos en los que se haya hecho) puesto que, cuando esto no está resuelto internamente, asalta como una sombra que espera acechante cualquier momento de debilidad con los/as propios/as hijos/as, y las mujeres se sorprenden a sí mismas dando las mismas respuestas o haciendo los mismos gestos de desamor que ellas, de niñas, vivieron y fueron la causa de tanto dolor. Es imprescindible realizar un proceso psicoterapéutico en el cual poder comprender y asumir la propia historia vincular para aumentar el nivel de conciencia y evitar que se perpetúe el trauma o se repitan dinámicas perjudiciales en la transmisión intergeneracional, poniendo nombre a aquello que nos dañó o nos está aún dañando, y buscando maneras efectivas de protegernos, si es algo que sigue sucediendo.

Este proceso también pasa por hacer el duelo por la madre que no se tuvo, y trabajar para dejar de esperar de la madre actual un cambio mágico en este sentido. Al mismo tiempo, se deben reforzar las capacidades que cada una tiene para maternar y estar presente de manera amorosa y contenedora, no sólo para los propios hijos/as, sino también para una misma, comenzando por convencerse de que por ser hijas de no necesariamente se tiene que repetir la misma historia. Tener una criatura nos convierte en madre, no en nuestra madre.

Porque tal y como lo dice Nuria Labari, “ser madre es dar a luz a mujeres que te habitan sin tu permiso”[6] y en este sentido, los referentes pueden ser infinitos.

 

[1] Por suerte, contamos cada vez más con voces femeninas que dan testimonio de experiencias más reales, o que tienen en cuenta otras complejidades. Léase, como ejemplo, mi reseña de “Las Madres No”.

[2] Janís, R. y Núñez, I. (1999) Maternidad. Carta entre dos mujeres. Urano: Barcelona.

[3] Winnicott, D. (1971) Realidad y Juego. Barcelona: Gedisa.

[4] Labari, N. (2019) La Mejor Madre del Mundo. Penguin Random House.

[5] Labari, N. (2019) La Mejor Madre del Mundo. Penguin Random House.

Psicóloga Perinatal, con formación en psicología clínica y terapia de pareja y familia, especializada en maternidad, paternidad y crianza, y orientada desde la crianza respetuosa y el ecofeminismo.

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