Todas las personas, hombres y mujeres, más o menos intuyen que la ma/paternidad los va a cambiar, sin embargo, nadie puede llegar a imaginar qué tan profundos serán esos cambios, ni cómo se van a expresar en la propia vida, porque se trata de una transformación en la identidad. Y eso, a cada une, le pilla a su manera, encajándolo dentro de su historia y su singularidad, vinculado a cómo fueron sus propias relaciones de apego. No hay ejercicio de proyección o imaginación posible, ¡hay que vivirlo!

Aún así, muchos hombres y mujeres antes de ser ma/padres suelen decir -y no sin cierta convicción-, que no dejarán que sus vidas cambien, que la criatura rápidamente se adaptará al ritmo de las actividades de les adultes, que elles no dejarán de disfrutar de aquellas actividades que les llenan ni de ser tal y como ahora son, y que su relación de pareja no cambiará, pues sabrán darle la importancia que le corresponde.

A menudo, después de haber parido, la mujer que decide hacer una crianza entrañable, centrada en las necesidades de su criatura, se da cuenta de la imposibilidad de mantener ese discurso; rápidamente ve que el “mi vida no cambiará” son palabras vacías, porque su vida hace meses que cambió; o porque a pesar del deseo y propósitos, ocupar espacios adultos con un bebé no siempre es posible pues esos espacios suelen ser hostiles con sus necesidades. El proceso psicológico del embarazo, el parto, y las demandas del recién nacido hacia la madre, hacen que ella encaje de mejor manera esta transformación de su identidad, que se va dando casi sin que se de cuenta. Sin embargo, en la pareja no siempre se da un proceso en paralelo igual.

La verdad de muchos hombres es que se encuentran a la espera de que pasen los meses en que el bebé es “pequeñe” para recuperar la “normalidad” de la pareja. Y cuando al cabo de medio año esa normalidad no llega, empiezan a surgir los reproches y malestares. Estos hombres sienten, literalmente, que han dejado de ser importantes para sus parejas, que su mirada hacia ellos ha cambiado y que el bebé ocupa todo el tiempo y el espacio emocional de sus mujeres. En cierta medida es así, pero es que así ha de ser.

Cuando una madre y un bebé han establecido un buen vínculo, entre elles se genera una relación simbiótica que debe ir, progresivamente, transformándose en otro tipo de relación. Pero esta progresión es lenta y no comienza a darse hasta que se acaba el período de exterogestación, alrededor de los 9 meses de vida del bebé. Antes de esto, lo que viven madre y bebé es una fusión emocional donde la separación no deja de implicar una cierta angustia para ambos. Fusionada y pendiente como está la madre de su bebé, es difícil que la mirada amorosa, o el interés libidinal, pueda colocarse en la pareja, al menos no de manera continuada, y sin duda, no cómo posiblemente lo hacia antes de ser madre. Tampoco dispone de tiempo ni descanso suficientes. El hombre tiene que recolocarse en esta nueva relación. Y la erótica, durante este período, también debe transformarse.

La separación emocional entre madre y bebé es un proceso lento, con idas y venidas, que tendrá su momento cumbre entre los 2 y los 2 años y medio, coincidiendo con el período evolutivo en que la criatura comienza a reconocerse como una persona con un Yo propio, separado del de la propia madre. Casualmente, o no, es también éste el momento en el que la mujer comienza a replantearse quién es ella, qué de su yo de antes de ser madre sigue presente, qué aspectos quiere conservar, cuáles desechar, qué nuevas potencialidades ha descubierto de sí misma, cómo reencauzar su vida cómo mujer. Es un período psicológicamente intenso marcado por la confusión. De repente la mujer empieza a sentirse perdida consigo misma, no se reconoce, necesita explorarse o reencontrarse en otras facetas diferentes a la de madre. Suele ser un período en el que se siente culpable pues empieza a aflorar el deseo de hacer cosas para ella, sin su bebé, y esto será más o menos conflictivo dependiendo del permiso que se dé para vivirlo. Digamos que en este momento ocurre una nueva transformación, una nueva vuelta de tuerca en la identidad femenina en dónde se acaba de amalgamar la identidad materna -con los aprendizajes y las batallas vividas durante esos dos años después de su nacimiento como madre-, junto con su identidad de mujer.

Y, ¿qué pasa con el hombre? Algunos, los que están emocionalmente más trabajados y han asumido la paternidad con consciencia, han sabido hacer las renuncias necesarias para sostener a su mujer y su criatura, sabiendo que se trata de una etapa y de que esos espacios podrán ser reconquistados. La mayoría, sin embargo, han vivido estos dos años con la protesta en la boca. Han tenido que renegociar las tareas de casa (porque de repente sus mujeres les han empezado a exigir más compromiso y proactividad), los más evolucionados han asumido parte de la carga mental del hogar y los cuidados, y, sobretodo, han tenido que renegociar sus espacios de ocio: cuántas veces ir al futbol, a ver el partido, al bar con los amigos, a esa cursa para la cual hay que empezar a entrenar 6 meses antes, etc., con el consecuente malestar que esto genera.

El panorama con el que me suelo encontrar en la consulta es el siguiente: una mujer que ha estado haciendo de madre de su bebé y de su marido-adolescente, y que está cansada de “dar permisos”, que además siente que quiere hacer transformaciones en su vida y no sabe por dónde comenzar, y un hombre que siente que le han quitado su libertad, su capacidad de decidir, que le dan instrucciones sobre cómo hacer de padre y que, además, tiene poco sexo. Ninguno de los dos reconoce al compañero/a con el que está compartiendo vida y crianza, puesto que ambos tenían expectativas muy diferentes de cómo serían el uno con la otra; y así, con esto, me dicen cosas como estas:

  • “Tuvimos un hijo fruto del amor y de la ilusión de tener una familia y ahora estamos fríos, distantes, casi no hablamos”.
  • “En su vida, ahora mismo, no hay espacio para la pareja.”
  • “Yo creí conocerte y ahora siento que no te reconozco.”

¿Nos conocemos realmente?

Y esta es precisamente parte de la reflexión a la que se tiene que llegar. En un cierto sentido la ma/paternidad nos vuelve desconocidos porque nuestras prioridades, nuestra escala de valores, aquello que ahora considero realmente importante, incluso aquellas cosas con las que disfruto y vibro, se han transformado. La tarea es reconocer-“me” para luego reconocer al otro y, en tercer lugar, reconocer-“nos”.

Cuando la pareja tiene una relación simétrica, de co-dependencia y colaboración mutua, y tiene el raro -pero muy saludable- hábito de comunicarse (para hablar de sí mismos, de cómo están el uno con la otra, de sus emociones, sus anhelos, sus proyectos vitales), éste es un proceso más o menos sencillo. Sólo con que la criatura dé un poco de margen para momentos de reencuentros (o se sepan buscar), y la tarea fluirá más o menos de manera espontánea (que no quiere decir que sea libre de conflicto, ojo).

La dificultad real la tenemos cuando la pareja viene de una relación asimétrica, donde uno de los dos suele ser más dependiente emocionalmente, en lugar de colaboración hay competición y ajuste de cuentas, la comunicación es mala y escasa… en una palabra: cuando la relación está desgastada. Si este es el panorama tendremos dos posibles salidas: por un lado, el del distanciamiento emocional en el que cada cual sigue haciendo la suya sin tener en cuenta al otre, hay poco o nulo intercambio afectivo y se mantiene la convivencia por cuestiones más de orden prácticas o económicas que no por el deseo de estar con el/la otre. El resultado de esto es, evidentemente, la insatisfacción personal y familiar, la búsqueda de alicientes fuera de la relación (con o sin engaño), el aislamiento afectivo y la vivencia, por parte de les hijes, de un ambiente familiar enrarecido sostenido por una tensión que no saben reconocer de dónde viene, con poco intercambio afectivo, y donde se vive que papá y mamá no se respetan ni se quieren bien.

La segunda salida, es hacer consciente esta realidad y buscar ayuda asumiendo un intenso trabajo psicológico en el que ambas partes tendrán que poner la carne en el asador para poder ver en qué cosas cada une ha colaborado y es cómplice de que la situación esté así, qué aspectos de la propia historia personal se han puesto en juego dentro de la escena familiar y para qué, siendo realistas en las demandas y expectativas que puedo tener con el/la otre y trabajándose aquellas que no serán colmadas, aprendiendo maneras más efectivas de comunicarse y de establecer acuerdos, recolocando el deseo en la nueva configuración familiar y con el “nuevo/a” compañero/a, en fin, estando dispuestos a tomarse de la mano y hacer un camino de crecimiento y maduración tanto personal como de pareja en el que se pueda reconocerte, reconocerme y reconocernos. Tal y como lo expresó uno de los miembros de una pareja que acompañé en este proceso: “Necesitamos tiempo y ganas para volver a conocernos. Siento que debo reconstruir de nuevo una relación con la nueva X. La de antes de ser madre ya no existe y no volverá, al menos ya no me peleo ni me atormento con esto”.

¡El resultado bien vale el esfuerzo!

*La imagen utilizada lleva por nombre «The Lovers II», de Rene Magritte, 1928.

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Psicóloga Perinatal, con formación en psicología clínica y terapia de pareja y familia, especializada en maternidad, paternidad y crianza, y orientada desde la crianza respetuosa y el ecofeminismo.

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